viernes, junio 13, 2008

12 de junio

Demasiada gente esta mañana y por fin hacía calor al sol. Y la mayoría de la gente con demasiadas ganas de hablar. Como un grupo de niños en que todos hablan de lo suyo y la conversación no acaece. Lo peor, claro, uno de esos patanes que llegan a jefe de obra o jefe de grupo. Y aún peor que con este ni te ríes, ninguna esperanza. También había un arquitecto joven y pulido, con su bandolera, sonriente. Un argentino de Córdoba capaz de hablar un catalán encantador y correctísimo. Un técnico joven con una espalda anchísima. Un director de instituto de gesto relajado, algo desastrado con un polo enorme. Todo él es así, grande y desgarbado, una cabeza enorme y bigote, el pelo algo canoso y rizado dejado crecer de cualquier forma. Los técnicos de la Administración con sus camisas que me hacen torcer el gesto y escribir hojas. Para que luego le digan al jefe que cómo nos ponemos, no te jode. Nos ponen en duda y nos pasan su muerto, por escrito, claro, y a una contestación clara y exquisita reaccionan “bueno, bueno, no era para tanto”. Luego fruncen con una facilidad que ya no sorprende, pero no cuela. No hay que fiarse de un técnico que frunce en público, ni siquiera como reflejo. O es tonto o tiene cuento. Procede menos que mirando los melocotones que metes en la bolsa. Y me canso mucho cuando me aburro.

Llegamos el jefe y yo casi a la hora de comer. Llego sin muchas ganas de hacer nada y de dos a tres estoy hablando con rizos ingrávidos, recordamos personas, nos contamos anécdotas, hablamos de sus niños y le tiro el tirante del sujetador. Me tiene mucha paciencia porque siempre le tiro de algo, del pelo, de la manga, de la ropa por la espalda, la abrazo en plan torpe y le aplasto las gafas en la cara, le huelo, como huele Moonriver las cosas, el perfume que lleva, le doy a l a botella de agua cuando esta bebiendo. Y no siempre me pega y cuando me pega sólo hace ruido porque me da en el antebrazo y no duele.

Como en media hora y subo a la oficina y lío al que se sienta frente a mí para tomar otro café. Me gustan mis compañeros argentinos, con sus barbas y su ingenio. La rubia pija y guapa con media melena que fuma abajo, de otra empresa, cada vez me parece más una muñequita, con ese perfil respingón y las mejillas rojas, el pantalón negro ceñido y su chaqueta de verano y zapatos rosas, casi fucsia. Su amiga morena es igual de pija, igual tiene la nariz demasiado grande, o más bien los agujeros de la nariz, pero tiene unos ojos negrísimos, llenos de algo.

La secre llega por la tarde con su guitarra acústica nueva. Luego me pasa una página y miramos por internet alguna de las epiphone o fender que me quiero comprar. A última hora mientras hago otra cosa me arranco un pelo de la barba. Es largo y pelirrojo, hermoso. Ese castaño rojizo y claro, tan bonito. Me lo quedo mirando. Hora y media más tarde estoy con la compañeraV en el bar de luz roja y paredes rojas de la calle Rauric. Estamos reuniendo monedas para llegar a los cinco euros que a esas horas nos van a costar los dos gintónics, el segundo para cada uno. Salimos a las nueve y cuarto y aun es muy de día. Todo bien.