martes, junio 17, 2008

16 de junio

El sábado de madrugada me metí en la cama a las seis, sabiendo que pasaría el domingo de la iguana. No por agorero, sino por resignación. Vi la Noche de la Iguana en un diía festivo de la Iguana en el cine. En mis cinefagias (Tubau) nunca he destacado por encima de otras a Ava Gardner. Me gusta pero nunca la he destacado, ni en Mogambo, ni en la Condesa ni de Venus ni siquiera en algo tan sublime como Forajidos. Pero en la Iguana sí. Ese círculo sofocante y ella dejándose rodear por los dos latinos de torso hermoso e imberbe, desconcertantes y callados que apenas hablan y sólo agitan maracas. Y me gusta Deborah Kerr impávida frente a Richard atado en una cama, sabiendo de lo que habla y diciendo que parte de aquello es cuento, o algo parecido. El saber hacer de una medio chiflada que sabe de lo que habla mientras su abuelo piensa su obra maestra. Nunca me ha gustado tanto algo de John Huston como aquello, querido Tennesse Williams, que sabes de lo que escribes, y mete a la que también fue Lolita y me recordó a Baby Doll de Tennessee Williams y Eliah Kazan. Algo sofocante Baby Doll, como el Tranvía o el cálido verano, o la Gata. Me gusta, decía, esa Deborah Kerr pausada ante el rígido y espasmódico Richard Burton.

En el 94 compartí cuarto durante un mes con dos iguanas. En Boston en la cama de agua que me cedió Eric. Él dormía en un colchón en el suelo de la misma buhardilla. Había una jaula con rejilla de plástico con dos iguanas. Me dijeron que hasta hacía poco las iguanas pululaban a su aire. Menos mal. Me daban grima. Una de ellas tenía la manía de subirse por la reja hasta el techo y luego caerse, dándose un porrazo considerable. Eric tenía un amigo hispano muy agradable llamado John. Cuando la iguana se encaramaba por la reja le daba desde fuera con un bate de béisbol de plástico. Me decía que estaban locos por tener aquellos bichos en casa. La noche que llegué a su casa, Debbie, la madre, con gran naturalidad me dijo que tenían dos iguanas en casa, que dos de sus hijos eran asmáticos-alérgicos (la otra hija, Jessica, era hija de Michael, el padre, pero no de ella) y que no podían tener ni perros ni gatos. Una mujer adorable, Debbie, y hacía galletas a menudo y trabajaba de enfermera. Era como estar en casa ese mes, fue una delicia. Cuando me apetecía me iba a Harvard Square y compraba El Pais y lo leía bajo los tilos en alguna de las calles de las facultades, compré un CD de Cream que aquí no había forma de encontrar, un tipo con una guitarra acústica-metálica tocaba cosas de Johnny Winter y blues antiguos, un mendigo me pedía golosinas, gente joven con libros, grunges fumetas y en ese plan. Salía con Eric y sus amigos, íbamos en coche (teníamos 17 años) a la ciudad o dar vueltas por los pinos o a casa de Chrissy (que era una de las que conducía un coche viejo y grande) que tenía una piscina pequeña y nos bañábamos de noche. El padre de Chrissy, además, tenía un montón de discos piratas de los Beatles. Junto a la piscina recuerdo haber escuchado sólo aquella vez a un Lennon, como poco, borracho cantar What’s the news Mary Jane. Jessica era dos años menos que yo y hablábamos mucho. El hermano pequeño, Ryan, tenía 9 años y durante la primera semana no paraba de enseñarme todo y hacerme jugar a la consola. Recuerdo al padre, Michael, que era hijo o nieto de irlandeses, fornido, con algo de tripa y unos brazos anchos y fuertes y abundante bigote castaño claro. La mañana en que me iba me llevó a donde uno de esos autocares amarillos. Nos llevaban a Nueva York tres días, a todo el grupo de Barcelona que habíamos viajado allí. Michael estaba serio en el coche. Luego supe era por conmovido. Sin dejar de estar serio me dijo que mis padres debían estar orgulloso de mí, que era un “good young man”. Días después, ya en Burgos, les llamé y sólo estaba Debbie en casa. Se puso muy contenta, le conté que habíamos visto a Harrison Ford en el Central Park y nos habíamos hecho fotos con él.

Ahora ya todo el mundo me dice cosas de la longitud de mi barba, aunque no es para tanto. Y aun no salen mariposas de ella y es musgo fresco y agradable. Mi madre me dice que parezco Jesucristo, mi jefe que el Che, mi compañero israelí que un rabino y Hell on Wheels que un náufrago. Mi preciosa Beatriz de Burgos seguro que me grita si me ve así. Hoy he hablado con ella, con Iñigo y con Isa.